Hace unos años, cuando me encontraba viviendo en los Estados Unidos, en un esfuerzo por entender mejor la forma de ser del gringo y algunos de sus modismos del lenguaje, me dio por leer algunos libros que habían marcado hitos importantes en la cultura anglosajona. En esa temporada pasaron por mis manos clásicos y no tan clásicos como “The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde” (de R. L. Stevenson), Of Mice and Men y Las Uvas de la Ira (del ganador del Nóbel de Literatura en 1962, John Steinbeck), Breakfast at Tiffany’s (de Truman Capote), y “Por quién doblan las campanas” (de Ernest Hemingway, Premio Nóbel de Literatura en 1954).
Seguir leyendo...
Entre los que me leí, uno de los libros menos conocidos (al menos fuera de los Estados Unidos) pero de mayor impacto lingüístico – en la desautorizada y humilde opinión de este pseudo-comentarista político y aspirante de escritor – está “Catch 22” de Joseph Heller. De acuerdo con una crítica que encontré en la página de internet de Bohemian Ink: Literary Underground Review (libremente traducida por el autor de este blog), se trata de “una novela de protesta cargada de humor negro, […] una sátira sobre los horrores de la guerra y de los poderes de la sociedad moderna, en particular de las instituciones burocráticas, para destruir el espíritu humano”. Quien haya tenido paciencia para leer las diatribas que publico en este blog (antes con mayor frecuencia), sabrá por qué este es uno de los libros que recuerdo con mayor cariño, a pesar de ser una novela de lectura algo pesada. Al buen entendedor, pocas palabras.
Catch 22 es la historia de un escuadrón de bombarderos de la armada norteamericana, basado en una isla ficticia cerca de la costa italiana, en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial. Yossarian, uno de los bombarderos y el personaje central de la novela, no logra entender por qué miles de personas a quienes ni siquiera conoce quieren matarlo. Él, al igual que muchos de sus compañeros de pelotón, vive con la esperanza de completar el número de expediciones necesario para poder ser dado de baja. Cada vez que se aproxima al número mágico, llega un memorando de sus superiores incrementando la cantidad de misiones necesarias para la baja. Entonces buscan otras maneras de darse de baja sin completar el número de misiones requeridas. Encuentran que, de acuerdo con algún artículo de algún reglamento, un soldado con perturbaciones psicológicas importantes tiene que ser dado de baja por sus superiores. Para lograrlo, el soldado tiene que pedir la baja por motivos psicológicos (la iniciativa tiene que ser suya, no de sus superiores), someterse a exámenes, y ser declarado de alguna manera incapaz de cumplir con sus obligaciones militares. Aquí es donde entra el Catch 22: otro artículo del Reglamento establece que un soldado con perturbaciones psicológicas no puede gestionar por iniciativa propia su baja. De manera que caen en un círculo vicioso en el que, para poder darse de baja deben de solicitarla por motivos psicológicos, pero si el ejército encuentra que el soldado efectivamente es psicológicamente incapaz de cumplir con sus obligaciones, entonces su solicitud es improcedente. Suena como más de una ley, decreto, o reglamento emitidos por algún genio de la administración pública costarricense.
Resulta que no solamente la administración pública tiene esa habilidad para emitir reglas incongruentes e imposibles de cumplir. Como algunos de ustedes sabrán, me pasé varios meses solicitando permisos para abrir un negocio en la localidad de San Eustaquio del Cuento Completo, y en el proceso relaté en varias ocasiones en este blog las sorpresas que me encontré en el camino (ver por ejemplo, Siete semanas perdidas). La de hoy tiene que ver con una empresa privada.
Para obtener capital de trabajo para el negocio, este cristiano solicitó un crédito al Banco Privado del Comercio Exterior (BPCE). Una las condiciones que me impuso el BPCE a la hora de aprobar el crédito, fue que pusiera los servicios públicos en pago automático de recibos. Ayer fui a hacer exactamente eso, pero resulta que en el BPCE el pago automático se hace cargando el monto a la tarjeta de débito del cliente, en vez de girar directamente del saldo de la cuenta corriente o de ahorros. “Ningún problema”, le dije a Melissa, “entonces por favor regáleme el formulario de solicitud para que me abran una cuenta de débito de la empresa”. “Si hay un pequeño problemita”, fue la respuesta de Melissa. “Las tarjetas de débito son únicamente personales, no corporativas”. “Entonces”, dije yo, “cómo hacemos para pagar las cuentas de los servicios públicos mediante pago automático si son las cuentas del negocio y no las personales? El auditor no me permitiría hacerlo mediante una cuenta personal, y los socios no lo verían con buenos ojos”. “Entonces no se puede”. “Pero, Melissa”, le dije, “el banco es el que me obliga a poner los servicios en pago automático, y a la vez me lo impide.” Catch 22.
Por algo digo yo que el subdesarrollo es un estado mental.
Seguir leyendo...
Entre los que me leí, uno de los libros menos conocidos (al menos fuera de los Estados Unidos) pero de mayor impacto lingüístico – en la desautorizada y humilde opinión de este pseudo-comentarista político y aspirante de escritor – está “Catch 22” de Joseph Heller. De acuerdo con una crítica que encontré en la página de internet de Bohemian Ink: Literary Underground Review (libremente traducida por el autor de este blog), se trata de “una novela de protesta cargada de humor negro, […] una sátira sobre los horrores de la guerra y de los poderes de la sociedad moderna, en particular de las instituciones burocráticas, para destruir el espíritu humano”. Quien haya tenido paciencia para leer las diatribas que publico en este blog (antes con mayor frecuencia), sabrá por qué este es uno de los libros que recuerdo con mayor cariño, a pesar de ser una novela de lectura algo pesada. Al buen entendedor, pocas palabras.
Catch 22 es la historia de un escuadrón de bombarderos de la armada norteamericana, basado en una isla ficticia cerca de la costa italiana, en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial. Yossarian, uno de los bombarderos y el personaje central de la novela, no logra entender por qué miles de personas a quienes ni siquiera conoce quieren matarlo. Él, al igual que muchos de sus compañeros de pelotón, vive con la esperanza de completar el número de expediciones necesario para poder ser dado de baja. Cada vez que se aproxima al número mágico, llega un memorando de sus superiores incrementando la cantidad de misiones necesarias para la baja. Entonces buscan otras maneras de darse de baja sin completar el número de misiones requeridas. Encuentran que, de acuerdo con algún artículo de algún reglamento, un soldado con perturbaciones psicológicas importantes tiene que ser dado de baja por sus superiores. Para lograrlo, el soldado tiene que pedir la baja por motivos psicológicos (la iniciativa tiene que ser suya, no de sus superiores), someterse a exámenes, y ser declarado de alguna manera incapaz de cumplir con sus obligaciones militares. Aquí es donde entra el Catch 22: otro artículo del Reglamento establece que un soldado con perturbaciones psicológicas no puede gestionar por iniciativa propia su baja. De manera que caen en un círculo vicioso en el que, para poder darse de baja deben de solicitarla por motivos psicológicos, pero si el ejército encuentra que el soldado efectivamente es psicológicamente incapaz de cumplir con sus obligaciones, entonces su solicitud es improcedente. Suena como más de una ley, decreto, o reglamento emitidos por algún genio de la administración pública costarricense.
Resulta que no solamente la administración pública tiene esa habilidad para emitir reglas incongruentes e imposibles de cumplir. Como algunos de ustedes sabrán, me pasé varios meses solicitando permisos para abrir un negocio en la localidad de San Eustaquio del Cuento Completo, y en el proceso relaté en varias ocasiones en este blog las sorpresas que me encontré en el camino (ver por ejemplo, Siete semanas perdidas). La de hoy tiene que ver con una empresa privada.
Para obtener capital de trabajo para el negocio, este cristiano solicitó un crédito al Banco Privado del Comercio Exterior (BPCE). Una las condiciones que me impuso el BPCE a la hora de aprobar el crédito, fue que pusiera los servicios públicos en pago automático de recibos. Ayer fui a hacer exactamente eso, pero resulta que en el BPCE el pago automático se hace cargando el monto a la tarjeta de débito del cliente, en vez de girar directamente del saldo de la cuenta corriente o de ahorros. “Ningún problema”, le dije a Melissa, “entonces por favor regáleme el formulario de solicitud para que me abran una cuenta de débito de la empresa”. “Si hay un pequeño problemita”, fue la respuesta de Melissa. “Las tarjetas de débito son únicamente personales, no corporativas”. “Entonces”, dije yo, “cómo hacemos para pagar las cuentas de los servicios públicos mediante pago automático si son las cuentas del negocio y no las personales? El auditor no me permitiría hacerlo mediante una cuenta personal, y los socios no lo verían con buenos ojos”. “Entonces no se puede”. “Pero, Melissa”, le dije, “el banco es el que me obliga a poner los servicios en pago automático, y a la vez me lo impide.” Catch 22.
Por algo digo yo que el subdesarrollo es un estado mental.