viernes, 21 de julio de 2006

Medio Oriéntese

Uno de mis pasatiempos favoritos, quizás el que más, es la lectura. Uno de los temas cuya lectura me apasiona es la historia, por lo que en diferentes temporadas me he leído tomos enteros de ella. Sería imposible resumir en “dos cuartillas a espacio doble” los cientos de horas de lectura que cargo a mis espaldas (razón por la cual cargo tremendos culos de botella sobre mi nariz), de manera que no voy a escribir en este post un tratado de historia del Medio Oriente. Al final de cuentas, la gente utiliza la historia (o sus versiones particulares de ella) para justificar las acciones de éste o aquel bando, como si los pleitos de hace 1,400 años tuvieran que terminar de dirimirse hoy. No me interesa entrar en ese juego, y si hago referencia a la historia es más para entender lo que está pasando que para justificarlo. En todo caso, más me interesa, al menos para los efectos de este blog, jugar de “analista de política internacional” y plantear una teoría poco común de lo que sucede hoy en día en Líbano.

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Ver los noticieros (nacionales o por cable, da lo mismo), o leer los pasquines que se hacen llamar periódicos en este país, es creer que estamos ante una guerra entre judíos y árabes, o entre israelíes y libaneses, o alguna sobresimplificación similar. Sin embargo, y dado que entre israelíes y árabes ha habido por lo menos unas cinco guerras en los últimos 58 años, podemos hablar de una cierta condición de “normalidad” para una guerra entre tan dilectos vecinos. Al autor de estas líneas le llama poderosamente la atención que la actual confrontación se sale de los parámetros de “normalidad” de las guerras entre Israel y sus vecinos, y más aún, que nadie parece haberse dado cuenta de ello.

Las anteriores guerras habían sido generalmente peleadas entre varios países árabes e Israel; entre lo que los “expertos” llaman “ejércitos regulares”. La actual es entre un “ejército regular” y una guerrilla que opera en un país pero que no es el ejército de ese país. Las anteriores guerras se habían visto venir desde meses antes, la actual nos tomó completamente por sorpresa. Pero lo más llamativo de esta guerra es lo que NO está pasando. Tradicionalmente, cuando Israel ha emprendido una acción militar contra cualquier país árabe, no han terminado de despegar los caza-bombarderos de las bases militares de Israel, cuando el mundo islámico al unísono y casi con una sola voz, ha salido a condenar en los términos más claros y contundentes la acción israelí. Esta vez, la comunidad islámica ha callado, a no ser para pedir un cese al fuego o el alivio de las condiciones humanitarias en el Líbano. Pero las condenas han brillado por su ausencia.

Excluyo de la anterior afirmación a Siria e Irán, regímenes ambos que tienen una participación indirecta en esta guerra, y cuyas condenatorias de la ofensiva israelí no se hicieron esperar. Pero, pregunto a mis lectores, ¿alguien ha oído decir “esta boca es mía” a los gobernantes de Jordania ó Egipto, cuyas relaciones diplomáticas con Israel nunca han sido impedimento para criticar al estado judío? Más interesante aún, ¿alguien ha visto a los ministros de relaciones exteriores de Arabia Saudita, Kuwait, Bahrein, Qatar, Marruecos o Túnez en los últimos 10 días? No incluyo a Irak en la lista porque su gobierno actual es un títere de los Estados Unidos, y Mr. George W. ha de haber girado instrucciones precisas.

¿A nadie más que a mi le llama la atención que ni siquiera el Primer Ministro del Líbano haya condenado a Israel por emprenderla contra Hezbolah? Cierto que el Sr. Saniora ha criticado “la fuerza excesiva” utilizada por los israelíes y su efecto sobre la población civil libanesa, pero eso es muy diferente de una condenatoria plena y directa.

Aquí es donde entra en juego lo del conocimiento de la historia del Medio Oriente. Para continuar, hace falta un poco de terminología. En primer lugar, no hay que confundir árabe con musulmán; lo primero es una etnia, mientras que los segundo es una religión. No todos los árabes son musulmanes, ni todos los musulmanes son árabes. Por ejemplo, en Líbano más del 40% de la población es cristiana. Muchos de estos cristianos libaneses son árabes, pero no todos (muchos se consideran descendientes de los fenicios). Otro ejemplo es Irán; los iraníes son musulmanes pero no árabes (de hecho son persas, étnicamente distintos de los árabes). Los turcos, los pakistaníes y los indonesios son también mayoritariamente musulmanes, pero de árabe no tienen un pelo.

En segundo lugar, cuando se habla del mundo islámico, las diferencias van más allá de los aspectos étnicos ya expuestos. También hay diferentes vertientes en la práctica de la religión, siendo las principales la suni y la shía. Como tampoco se trata de escribir un tratado teológico (ni es este autor la persona indicada para hacerlo), digamos que la diferencia entre sunitas y shiítas tiene alguna semejanza con la diferenciación entre católicos y protestantes: proviniendo de una misma fuente, surgen “escuelas” que hacen diferentes interpretaciones de las escrituras sagradas, que derivan en prácticas diferentes entre las respectivas vertientes. En términos occidentales, los sunis son más moderados en la práctica de la religión, mientras que los shías son más literales en el seguimiento del Corán.

La relación entre sunis y shías no es exactamente buena. Hoy en día se matan entre ellos en Irak (luego de que durante tres décadas el gobierno suni de Sadam Hussein tuviera a los shiítas aplastados), y antes lo hicieron en el Líbano durante la guerra civil de ese país que empezó – si la memoria no me falla – en la década de los 70’s. La guerra entre Irán e Irak en la década de los 80’s fue, en buena medida, una guerra entre la visión de mundo teocrática de la Irán shiíta y la más liberal (en el aspecto religioso) visión de mundo del régimen suni de Irak.

Desde que los ayatolas derrocaron al Shah de Irán, el régimen iraní ha intentado exportar su “revolución shiíta” hacia sus vecinos, cosa que nunca ha gustado a los regímenes monárquicos y/o caudillistas de los países mayoritariamente sunis del Medio Oriente. La creación de Hezbolah es un fiel ejemplo de ello: financiada por Irán, y con ayuda logística de Siria, esta guerrilla/movimiento social se ha convertido en la fuerza más poderosa del Líbano, más aún que el mismo gobierno central. Los shías en el Líbano representan no más del 25%-30% de la población.

En los últimos meses, con Irán tratando abiertamente de conseguir tecnología nuclear, los gobernantes de los países vecinos han dejado de dormir tranquilos. Israel ha tenido capacidad nuclear por más de treinta años, y a pesar de varias guerras de por medio, nunca la ha utilizado ni ha amenazado con hacerlo (de hecho, niegan tenerla). Irán, sin tenerla aún, ha proferido serias amenazas de usarla, dirigidas primordialmente hacia Israel. Los regímenes árabes que no comulgan con la visión teocrática shiíta saben que después de Israel, ellos siguen en la lista. Y ese es un desequilibrio de fuerzas que ninguno de ellos quiere vivir.

Por todo lo anterior, es que el mundo musulmán prácticamente ha callado ante la acción militar israelí. El meollo del asunto reside en que esta guerra actual NO es parte del conflicto árabe-israelí que se ha extendido durante las últimas seis décadas. En los noticieros gringos dicen que esta es una guerra “por delegación”: Estados Unidos luchando contra Irán, ambos indirectamente, cada uno a través de su delegado (“proxy”), al mejor estilo de la guerra fría. No es de extrañar que piensen eso: los gringos tienen una visión de mundo muy “gringo-céntrica”. Pero se equivocan.

La realidad, tal como se percibe desde mi cómodo sofá en este paraíso centroamericano, es que esta es una extensión de la guerra entre sunitas y chiítas, donde los sunis muy cómodamente callan mientras los israelíes hacen el trabajo sucio que ellos necesitaban que alguien hiciera. Si Israel logra derrotar a Hezbolah, por supuesto vivirá más seguro dentro de sus fronteras. Pero los verdaderos ganadores serán sus vecinos árabes, que se desharán de esa molesta amenaza, mientras que Israel es quien pierde puntos frente a la opinión pública internacional.

Los israelíes, por supuesto, no son títeres de los regímenes sunitas, ni están siendo utilizados sin que se den cuenta. Israel es el primer amenazado por la potencial bomba nuclear iraní, y desde su perspectiva tiene mucho que ganar con esta guerra. Además, desde hace muchos años es evidente que a Israel no le interesa participar en un concurso de popularidad cuando cree que su existencia está en riesgo, y esta guerra lo confirma.

Por último, “Occidente” entiende lo anterior y por eso su reacción ha sido taimada. Los gobernantes de algunos países, como España y Rusia, han hecho declaraciones que podrían ser interpretadas como una oposición a la operación militar israelí. Sin embargo, ese matiz que le han dado a sus declaraciones es más para consumo del electorado interno que otra cosa. En mi opinión, las verdaderas intenciones de la Unión Europea y del mismo G-8 son que Israel busque nuevos mecanismos para erradicar a Hezbolah minimizando las muertes de civiles, no que haya un cese al fuego en este momento. También ellos se sienten amenazados por los planes expansionistas de una Irán potencialmente nuclear, y también ellos están felices de que sea Estados Unidos el que pierde imagen ante la opinión pública internacional. El cese al fuego no va a llegar “any time soon”, porque la alianza de intereses en esta guerra es más impresionante que la que logró George Herbert Walker Bush (padre) en la primera guerra del golfo.

domingo, 9 de julio de 2006

Lluvia, choferes ticos, y el INA

En diversas ocasiones me he referido a lo mal que manejamos los ticos en general (ver, por ejemplo, El síndrome de Tribilín), pero nunca le he dedicado un comentario a lo imbéciles que nos volvemos al volante cuando llueve. Ya que hoy llovió en serio, y que me tocó manejar mientras llovía, no encuentro ocasión más propicia para hacerlo que ahora. Pareciera que apenas llueve, el imbécil que todos llevamos adentro sale a relucir. Es como si dijéramos, consciente o inconscientemente, “salgamos a hacer las más estúpidas maniobras para poner en peligro al número máximo de personas”.

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Todos los años, cuando empieza la temporada lluviosa, se dan innumerables choques tontos de esos “por detrás”, causados por animales que no aprenden que al llover hay que guardar una mayor distancia entre vehículos, no sólo porque la distancia de frenado es mayor cuando la calle está mojada, sino porque al principio de la temporada lluviosa las calles se ponen particularmente resbalosas por motivos que no viene al caso discutir. Si a un qatarí lo sorprende una lluvia en el desierto en el que vive, es razonable que no sepa como reaccionar. Pero que a un tico una lluvia lo tome desprevenido, sólo puede ser por imbécil.

Hoy me tocó manejar en medio de un aguacero en el que la visibilidad si acaso llegaba a 20 metros. Razonablemente, la mayoría de la gente bajó su velocidad, pero no faltó el Fitipaldi que andaba como desesperado zigzagueando entre los carros y acelerando en espacios reducidos cual ariete argentino jugando contra Serbia. Como era de esperar, eventualmente me encontré un accidente en el camino. No pude ver que pasó, pero si noté la presencia de varias ambulancias y más grúas que carros accidentados. Como es costumbre, se hizo una presa descomunal a ambos lados de la pista que une a San Eustaquio (mi Macondo, para los que son nuevos por estos rumbos) con San José, porque la gente tenía que pasar viendo todos los detalles del accidente. Por supuesto – la curiosidad mató al gato – hubo un segundo choque casi frente a mis ojos, porque un imbécil frenó bruscamente, aparentemente para ver el chorro de sangre que brotaba de uno de los carros accidentados, mientras que el idiota que venía detrás suyo no guardó la distancia debida.

Todo esto me llevó a filosofar sobre el papel fundamental que juega el apéndice en el cuerpo humano, o lo que es lo mismo, la inutilidad del famoso curso de educación vial del INA. Quien escribe estas yeguadas ha tenido la suerte de vivir en varios países, y sólo en Costa Rica ha visto algo como el curso del INA. Sin embargo, en ninguno de esos otros países manejan tan mal como en el nuestro. Yo me pregunto entonces de qué sirve pasarse toda una semana clavado en el dichoso curso, si salimos y manejamos como se nos pega la gana. Recuerdo que poco después de obtener mi primera licencia, hicimos con un grupo de amigos – todos de similar edad – un paseo a Esterillos. Éramos varios y no cabíamos en un solo carro; a mi me tocó manejar uno. Como íbamos en caravana, yo tuve la decencia y la deferencia de anunciar mis movimientos con las luces intermitentes y demás señales acostumbradas para los efectos. Cuando llegamos a nuestro destino, fui objeto de las burlas de otro de los choferes designados, que decía que yo parecía nuevo poniendo las direccionales, etc. El problema es que hasta el día de hoy las sigo poniendo, y con más de 20 años de tener licencia, nunca he ocasionado ningún accidente por imprudencia. Para mi no era cuestión de ser nuevo.

El asunto es, volviendo a lo que nos trajo hasta aquí, que resulta evidente que el cochino curso del INA no sirve para un carajo. Como choferes, los ticos somos descorteses, imprudentes, y temerarios. Yo soy de la teoría de que lo que no sirve, que no estorbe. Consecuentemente, mandaría a eliminar el mentado cursito. Pero como reconozco que es más fácil que una manada de mandriles encuentre la cura del SIDA a que en nuestro terruño se elimine lo que no sirve, entonces sugiero cambiar el programa de estudios del curso de educación vial. Ya que cuando manejamos nos convertimos en imbéciles, el curso debería de diseñarse para imbéciles, de tal suerte que se limite a cinco temas (no hay capacidad de aprender más), y que cada tema sea repetido por lo menos unas quinientas veces, como en las tareas que nos ponían a hacer en la escuela cuando hacíamos algo mal:

1) No vuelvo a levantarle la enagua a Yamilet.
2) No vuelvo a levantarle al enagua a Yamilet.
.
.
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500) No vuelvo a levantarle la enagua a Yamilet.

Los cinco temas del nuevo curso de INA serán:
  1. Cuando llueve la calle se pone resbalosa. Tengo que ver al menos un pedazo de calle entre la trompa de mi carro y la cola del de enfrente. Entre más grande el pedazo de calle, mejor.
  2. Entre más grande el vehículo, más espacio necesita para frenar. Opción A: para choferes de bus, camión o tráiler. Debo dejar 50 metros entre mi chunche y el carro que va adelante. Opción B: para choferes de vehículos livianos: ese bus/tráiler/camión que viene ahí necesita mucho espacio para frenar. No me le voy a atravesar.
  3. En una autopista no se debe frenar de repente, sobre todo si mi Elantra ’92 no tiene luces de freno. Y particularmente si el motivo de frenar es para ver el culo en el anuncio de Bacardi o para ver el accidente que ocurrió del otro lado de la pista.
  4. Si prendo las luces del carro cuando llueve, NO SE VA A GASTAR LA BATERÍA NI ME VA A LLEGAR MÁS ALTA LA CUENTA DE LA ELECTRICIDAD.
  5. Por más lluvia que caiga, transitar a 7 kilómetros por hora en una autopista es igual de imprudente que hacerlo a 80 Km./h.
Así de sencillo. Fácil de entender. Con eso tal vez reduzcamos el número de accidentes y de muertes en las carreteras. En todo caso, no nos puede ir peor que con lo que tenemos hoy en día.

sábado, 1 de julio de 2006

Cuando las computadoras nos embrutecen

Cuando yo apenas aprendía a hacer multiplicaciones con multiplicandos de tres dígitos, recuerdo que hacía competencias con mi mamá: ella me dictaba una operación, digamos 380 x 729, y mientras yo la resolvía a mano, ella lo hacía con la calculadora. Al principio siempre ganaba la calculadora. Pero eventualmente desarrollé un método mental que me permitió empezar a ganarle al combo “mamá con calculadora”. En aquella época las calculadoras más sencillas eran tremendamente caras; mi mamá tenía una porque estudiaba en la Universidad, pero a los niños ni siquiera se nos permitía tocarlas; para resolver nuestros problemas de cálculo teníamos que usar lápiz, papel, y nuestros cerebritos. Y vaya que lo lográbamos. Los tiempos han cambiado, y hoy en día si la operación se excede de la tabla del 10, inmediatamente saco la calculadora y ni siquiera me molesto en pensar.

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Se supone que las computadoras llegaron para ayudarnos a avanzar, y en muchos campos eso es cierto. Tal vez un güila avezado pueda hacer multiplicaciones de tres dígitos en su cabeza en lo que tarda una persona normal en digitar la operación en una calculadora, pero los cálculos que requiere hacer Franklin Chang para el desarrollo de su motor de plasma necesario para mandar seres humanos a Marte no serían ni siquiera remotamente posibles si hubiera que hacerlos “a mano”.

Lamentablemente, tan marcada es la tendencia del tico promedio a querer las cosas fáciles, que en nuestro país en muchas ocasiones usamos las computadoras de excusa para retroceder. ¿Cuántos de nosotros hemos escuchado la frase “no hay sistema” o “el sistema está caído” como sentencia final de la imposibilidad de hacer alguna gestión o trámite? Todo esto viene a colación porque el día de ayer me presenté la Banco Privado de Comercio Exterior (ver Catch 22 a la tica) a pagar la cuenta de la electricidad de mi negocio en San Eustaquio (ver Siete semanas perdidas). Al llegar la banco, a eso de las 11:00 a.m., me informó el cajero que “en estos momentos el banco no tiene sistema con Fuerza y Luz”, y que por esa razón no se podía pagar la cuenta. Considerando que yo tendría que regresar al Banco a hacer otros mandados por la tarde, no le di mayor importancia y me fui.

Al regresar, a eso de las 4:00 p.m., y siendo que ayer era fin de mes, se podrán ustedes imaginar que la fila le daba la vuelta al Estadio Olímpico de Berlín. Después de casi cuarenta y cinco minutos de espera, finalmente me tocó el turno, y todo para que el cajero me dijera que “el sistema de la CNFL está caído”. Después de una estéril conversación, durante la cual me quejé de que desde la mañana estaba caído y para qué está el personal de informática si no pueden resolver algo tan esencial, me acordé de aquella frase que dice que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Recordándome que hace algunos años no existía internet y aun así se podían pagar las cuentas de los servicios públicos en los bancos, le pedí al cajero que se olvidara del “sistema” y que me cobrara el servicio “a la antigua”. ¿Cómo es eso, don Dean?, me preguntó. Elemental, mi querido Watson, le respondí. Usted me cobra y acredita el dinero a la cuenta de la Compañía Nacional de Fuerza y Luz, y como resultado me emite un comprobante de depósito donde conste que ese depósito es por el pago correspondiente a la factura número 8765432190 – I65 del medidor número 666 – 99 perteneciente a “El Chinamo de Dean S.A.”. “Pero eso no se puede hacer”, me respondió mi querido Watson, “porque al no tener sistema no puedo ver su recibo y no puedo acreditar los montos a las cuentas correspondientes”. “Pero, Watson”, le dije yo, “aquí traigo yo el recibo y de él puede usted sacar toda la información: localización, número de medidor, número de factura, número de cliente, total por pagar, fecha de vencimiento, nombre del abonado, etc.”. “Si, pero sin sistema no puedo hacerlo”. Y punto. Usar la cabeza es demasiado pedir. Es más fácil culpar a la computadora de nuestra propia vagancia e imbecilidad.

Y para que al menos en este rincón de nuestra bella patria no podamos ser acusados de que las computadoras nos embrutecen, invito a mis lectores a hacer de este un post interactivo, dejando en sus comentarios sus historias favoritas de cosas que no pudieron lograr “porque el sistema está caído” o alguna otra excusa similar.