Es común alrededor de estas fechas que nos preguntemos qué significa
ser independientes, si nuestro país verdaderamente lo es, o qué debemos de
hacer para lograrlo. Es claro que, políticamente hablando, hace 191 años dejamos
de depender de un poder externo que podía, en última instancia, tomar
decisiones vinculantes para nuestro país – por entonces una mera colonia – y para
nuestro futuro. Sin embargo, no es a la
dependencia política ni económica a lo que me refiero con el título de este
artículo. Si queremos crecer y prosperar como sociedad y como país, debemos de
independizarnos de una fuerza mucho más poderosa y subyugante que cualquier potencia
extranjera o ideología importada o impuesta: la de nuestras propias ataduras
mentales.
En un mundo globalizado – donde los países aceptan y, en mayor o menor
medida, se someten a un sistema de organizaciones, convenios y acuerdos
internacionales – es más preciso hablar de relaciones de interdependencia que
de dependencia directa o absoluta de un país o territorio a otro país o poder
imperial. En la medida que la
pertenencia voluntaria al entramado jurídico-comercial internacional limita el
poder que pueden ejercer los gobiernos de los diferentes Estados, la
interdependencia resultante es más bien positiva. La utopía de la soberanía
absoluta, en sus diferentes matices que van desde la soberanía alimentaria
hasta el desdeño descarado del derecho internacional y de las organizaciones
que existen para sostenerlo, solo es posible de rozar bajo regímenes despóticos
y autoritarios que gozan de poderes casi absolutos sobre sus ciudadanos.
En Costa Rica nuestro problema es otro. Ni dependemos directamente de ninguna
potencia, ni nuestros gobernantes tienen poder absoluto sobre los ciudadanos. Más aún, en los últimos 30 años hemos logrado
diversificar nuestro producto exportable, sus mercados destino, el origen de
las importaciones, y las fuentes de la inversión extranjera. Si algo podemos
decir con seguridad es que, en el plano económico, hoy dependemos menos de un solo país
(la gran potencia regional y mundial) que en 1982. Pero me desvío del tema que me he propuesto
abordar.
Si nuestro país no logra dar el salto cualitativo hacia el desarrollo,
si no es capaz de reducir el porcentaje de su población que vive bajo la línea
de pobreza, si no puede disminuir la brecha de ingresos entre ricos y pobres ni
mejorar la distribución del ingreso, ó si resulta ingobernable, no es culpa
exclusiva del paternalismo estatal, ni de la tímida e incompleta apertura y
liberalización del modelo de desarrollo seguido durante los últimos 30 años, ni
de ningún país u organismo extranjeros. Ni siquiera lo es de nuestros
vilipendiados políticos. Lo que nos detiene son las rigideces propias de
nuestra idiosincrasia personal y social: el temor al cambio, el legalismo
excesivo, la desconfianza y el cinismo.
El temor al cambio nos paraliza. De forma colectiva y casi unánime hemos
llegado a la conclusión de que el sistema presidencialista dejó de dar la talla
hace ya cinco períodos presidenciales, y sin embargo nadie se ha atrevido a
proponer y discutir seriamente la forma de reformarlo o reemplazarlo para profundizar
la democracia y recuperar la eficiencia y eficacia en la gestión
gubernamental. De la misma manera que a
principios de la década de 1980 una terrible crisis económica nos forzó a
abandonar la sustitución de importaciones conseguida a través de la creación de
todo tipo de barreras a los productos extranjeros, y 30 años después no hemos
terminado de derribar las barreras arancelarias y no arancelarias creadas desde
los años 50s y hasta finales de los 70s, y más bien seguimos creando nuevas
barreras por cada una que eliminamos. Porque
es mejor comer la mierda a la que estamos acostumbrados, que jugárnosla por un
mejor porvenir. Porque más vale pájaro
en mano que cien volando.
El excesivo legalismo nos garantiza no poder salir del
estancamiento. Es más importante
asegurarse de que quien preparó la oferta para construir una carretera de 650
millones de dólares haya pegado hasta el último timbre fiscal de 3 colones que
la ley exige, que asegurarse de que la empresa oferente tenga la solidez
financiera y la capacidad técnica para emprender la obra licitada. Y eso está bien, porque si la carretera se
atrasa tres décadas y su costo se triplica cada cinco años, no es desplome; de
por sí ya estamos acostumbrados a dar la vuelta de 83 kilómetros por San
Pancracio para llegar de San Jacinto a San Eustaquio, ante la ausencia de una
vía de 17 kilómetros y tres puentes que uniría a estas dos localidades entre si
y con el resto de la humanidad sin tener que pasar a comprar frutas secas y
artesanías en todos los pueblitos que adornan la ruta montañosa, llena de
curvas y precipicios, de San Pancracio.
La desconfianza y el cinismo son las herramientas con que construimos
el broche de oro necesario para cerrar nuestra historia (reciente) de fracasos
y mediocridad. Ningún político es digno
de nuestra confianza – Dean CóRnito no está libre de pecado en este frente – pero
nuestros mejores ciudadanos prefieren y escogen no participar en política ni en
ningún tipo de activismo social con potencial de mejorar la suerte de nuestro
país. Ante la posibilidad de que alguien se robe algo o se enriquezca – debida
o indebidamente – escogemos no hacer ni permitir hacer la labor que esperamos
de nuestros gobernantes. Es mejor seguir comiendo mierda y tener a quién culpar,
que meterse a la cocina a preparar una comida más apetitosa.
El día que logremos hacer acopio de agallas y verdadero deseo de mejorar nuestra
situación como sociedad; es decir, el día que logremos independizarnos de
nuestras ataduras mentales, podremos al fin hacer la autocrítica necesaria para
darnos cuenta de que mientras sigamos haciendo las cosas igual que siempre, no
lograremos obtener resultados distintos que los que ya conocemos, por más fuerte
que lo deseemos. Esa es la independencia que necesitamos.
Todo es muy cierto, Dean. Como decían de Cuba hace tiempo, "Esto no hay quien lo arregle, pero tampoco quién lo tumbe".
ResponderBorrarEs el chile del infierno tico en todo su "esplendor"...
Hay también una mezquindad asentada en el alma costarricense... por ejemplo, la gente parece preferir seguir en calles llenas de huecos pero pagando 75 pesos de peaje en lugar de una buena calle por 500 o 1000. Yo sé que Autopistas del Sol no es santo de tu devoción, pero esa calle es la mejor de todo el país... comparala con la de Guápiles, que todavía tiene derrumbes todos los años, a pesar de ser mucho más vieja... ah, pero el peaje es bien barato...
Todo un acierto en lo que plantea. Es un hecho que la burocracia, pero más aún, la actitud mediocre de no hacer y tampoco permitir que otros hagan es lo que muchas veces nos encierra en círculo vicioso donde el progreso resulta cada vez más dificultoso y poco halagador. Y lo peor de todo, es que esta situación se encuentra ligada, como bien apunta, al temor de salir del status-quo, desde el arrocero ineficiente que no concibe una situación de competencia hasta el ciudadano que acredita todos los males del país al político de turno, como si estos tuvieran la absoluta responsabilidad de lo que acontece en el país. Pues, como deja bien claro, todo radica en la actitud y la valentía de tomar el riesgo de mejorar para bien de todos.
ResponderBorrarSaludos.