lunes, 17 de septiembre de 2012

La independencia necesaria

Es común alrededor de estas fechas que nos preguntemos qué significa ser independientes, si nuestro país verdaderamente lo es, o qué debemos de hacer para lograrlo. Es claro que, políticamente hablando, hace 191 años dejamos de depender de un poder externo que podía, en última instancia, tomar decisiones vinculantes para nuestro país – por entonces una mera colonia – y para nuestro futuro.  Sin embargo, no es a la dependencia política ni económica a lo que me refiero con el título de este artículo. Si queremos crecer y prosperar como sociedad y como país, debemos de independizarnos de una fuerza mucho más poderosa y subyugante que cualquier potencia extranjera o ideología importada o impuesta: la de nuestras propias ataduras mentales.


En un mundo globalizado – donde los países aceptan y, en mayor o menor medida, se someten a un sistema de organizaciones, convenios y acuerdos internacionales – es más preciso hablar de relaciones de interdependencia que de dependencia directa o absoluta de un país o territorio a otro país o poder imperial.  En la medida que la pertenencia voluntaria al entramado jurídico-comercial internacional limita el poder que pueden ejercer los gobiernos de los diferentes Estados, la interdependencia resultante es más bien positiva. La utopía de la soberanía absoluta, en sus diferentes matices que van desde la soberanía alimentaria hasta el desdeño descarado del derecho internacional y de las organizaciones que existen para sostenerlo, solo es posible de rozar bajo regímenes despóticos y autoritarios que gozan de poderes casi absolutos sobre sus ciudadanos.

En Costa Rica nuestro problema es otro.  Ni dependemos directamente de ninguna potencia, ni nuestros gobernantes tienen poder absoluto sobre los ciudadanos.  Más aún, en los últimos 30 años hemos logrado diversificar nuestro producto exportable, sus mercados destino, el origen de las importaciones, y las fuentes de la inversión extranjera. Si algo podemos decir con seguridad es que, en el plano económico, hoy dependemos menos de un solo país (la gran potencia regional y mundial) que en 1982.  Pero me desvío del tema que me he propuesto abordar.

Si nuestro país no logra dar el salto cualitativo hacia el desarrollo, si no es capaz de reducir el porcentaje de su población que vive bajo la línea de pobreza, si no puede disminuir la brecha de ingresos entre ricos y pobres ni mejorar la distribución del ingreso, ó si resulta ingobernable, no es culpa exclusiva del paternalismo estatal, ni de la tímida e incompleta apertura y liberalización del modelo de desarrollo seguido durante los últimos 30 años, ni de ningún país u organismo extranjeros. Ni siquiera lo es de nuestros vilipendiados políticos. Lo que nos detiene son las rigideces propias de nuestra idiosincrasia personal y social: el temor al cambio, el legalismo excesivo, la desconfianza y el cinismo.

El temor al cambio nos paraliza. De forma colectiva y casi unánime hemos llegado a la conclusión de que el sistema presidencialista dejó de dar la talla hace ya cinco períodos presidenciales, y sin embargo nadie se ha atrevido a proponer y discutir seriamente la forma de reformarlo o reemplazarlo para profundizar la democracia y recuperar la eficiencia y eficacia en la gestión gubernamental.  De la misma manera que a principios de la década de 1980 una terrible crisis económica nos forzó a abandonar la sustitución de importaciones conseguida a través de la creación de todo tipo de barreras a los productos extranjeros, y 30 años después no hemos terminado de derribar las barreras arancelarias y no arancelarias creadas desde los años 50s y hasta finales de los 70s, y más bien seguimos creando nuevas barreras por cada una que eliminamos.  Porque es mejor comer la mierda a la que estamos acostumbrados, que jugárnosla por un mejor porvenir.  Porque más vale pájaro en mano que cien volando.

El excesivo legalismo nos garantiza no poder salir del estancamiento.  Es más importante asegurarse de que quien preparó la oferta para construir una carretera de 650 millones de dólares haya pegado hasta el último timbre fiscal de 3 colones que la ley exige, que asegurarse de que la empresa oferente tenga la solidez financiera y la capacidad técnica para emprender la obra licitada.  Y eso está bien, porque si la carretera se atrasa tres décadas y su costo se triplica cada cinco años, no es desplome; de por sí ya estamos acostumbrados a dar la vuelta de 83 kilómetros por San Pancracio para llegar de San Jacinto a San Eustaquio, ante la ausencia de una vía de 17 kilómetros y tres puentes que uniría a estas dos localidades entre si y con el resto de la humanidad sin tener que pasar a comprar frutas secas y artesanías en todos los pueblitos que adornan la ruta montañosa, llena de curvas y precipicios, de San Pancracio.

La desconfianza y el cinismo son las herramientas con que construimos el broche de oro necesario para cerrar nuestra historia (reciente) de fracasos y mediocridad.  Ningún político es digno de nuestra confianza – Dean CóRnito no está libre de pecado en este frente – pero nuestros mejores ciudadanos prefieren y escogen no participar en política ni en ningún tipo de activismo social con potencial de mejorar la suerte de nuestro país. Ante la posibilidad de que alguien se robe algo o se enriquezca – debida o indebidamente – escogemos no hacer ni permitir hacer la labor que esperamos de nuestros gobernantes. Es mejor seguir comiendo mierda y tener a quién culpar, que meterse a la cocina a preparar una comida más apetitosa.

El día que logremos hacer acopio de agallas  y verdadero deseo de mejorar nuestra situación como sociedad; es decir, el día que logremos independizarnos de nuestras ataduras mentales, podremos al fin hacer la autocrítica necesaria para darnos cuenta de que mientras sigamos haciendo las cosas igual que siempre, no lograremos obtener resultados distintos que los que ya conocemos, por más fuerte que lo deseemos. Esa es la independencia que necesitamos. 

2 comentarios:

  1. Todo es muy cierto, Dean. Como decían de Cuba hace tiempo, "Esto no hay quien lo arregle, pero tampoco quién lo tumbe".

    Es el chile del infierno tico en todo su "esplendor"...

    Hay también una mezquindad asentada en el alma costarricense... por ejemplo, la gente parece preferir seguir en calles llenas de huecos pero pagando 75 pesos de peaje en lugar de una buena calle por 500 o 1000. Yo sé que Autopistas del Sol no es santo de tu devoción, pero esa calle es la mejor de todo el país... comparala con la de Guápiles, que todavía tiene derrumbes todos los años, a pesar de ser mucho más vieja... ah, pero el peaje es bien barato...

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  2. Todo un acierto en lo que plantea. Es un hecho que la burocracia, pero más aún, la actitud mediocre de no hacer y tampoco permitir que otros hagan es lo que muchas veces nos encierra en círculo vicioso donde el progreso resulta cada vez más dificultoso y poco halagador. Y lo peor de todo, es que esta situación se encuentra ligada, como bien apunta, al temor de salir del status-quo, desde el arrocero ineficiente que no concibe una situación de competencia hasta el ciudadano que acredita todos los males del país al político de turno, como si estos tuvieran la absoluta responsabilidad de lo que acontece en el país. Pues, como deja bien claro, todo radica en la actitud y la valentía de tomar el riesgo de mejorar para bien de todos.

    Saludos.

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