Ha llegado el momento en que los hombres se distinguen de las gallinas. Es la hora de tomar decisiones. No podemos seguir con el güiri güiri y el nadadito de perro. Los costarricenses tenemos que decidir si queremos el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos o no, y con esa decisión, si queremos seguir participando en la economía mundial o si preferimos aislarnos de ella.
Mucho se ha hablado ya sobre el TLC, y a estas alturas, quien no sabe lo que significa o desconoce sus contenidos, es porque no ha querido enterarse, ya que oportunidades han sobrado. Por supuesto, existen dos grupos bien definidos (a favor y en contra), y entre los extremos, una gran masa de gente indecisa y/o indiferente. Así es en casi todo tema de trascendencia nacional, y pretender que la decisión no se tome hasta que la mayoría entienda bien el tema, es tratar de tapar el sol con un dedo y desconocer la realidad.
La decisión debe de tomarse ya, porque el país es parte de una compleja red de relaciones internacionales diplomáticas y comerciales, y los demás miembros de ese entramado no se van a sentar a esperar a que Costa Rica ponga el huevo. Mis lectores conocen sobradamente mi posición con respecto al TLC (a favor, sin tapujos), pero noten que no hablo aquí de tomar una decisión favorable, sino simplemente de tomar una decisión, para bien o para mal (y estoy claro que lo que es “bien” para mi es “mal” para otros, y viceversa). Si no tomamos la decisión pronto, nuestros socios y nuestros competidores comerciales la tomarán por nosotros. O, más certeramente, asumirán que nuestra indecisión es sinónimo de una decisión negativa, y actuarán conforme a esa suposición.
Hay que entender lo que representa cada una de las posibles decisiones: aceptar o rechazar el TLC. Durante más de 20 años la economía de Costa Rica ha sido impulsada por el sector exportador. En ese período, el sector exportador ha sido, por mucho, el más dinámico de la economía nacional, el que más ha crecido, y el que más inversión extranjera ha generado. Es, en resumen, el que mayores y mejores oportunidades de empleo ha producido para los nacionales. Dentro de este panorama, Estados Unidos se ha constituido en nuestro principal socio comercial, por la cercanía geográfica, por la inmensidad de sus mercados, por el tremendo poder adquisitivo de sus habitantes, y por la cultura consumista imperante en ese país. También es Estados Unidos nuestra principal fuente de inversión extranjera, el país que más turistas envía la nuestro, y de donde obtenemos la mayor parte de nuestras importaciones (que son las que ofrecen variedad y diversidad al consumidor a mejores precios).
Rechazar el TLC equivale a cerrar las puertas a nuestra principal fuente de divisas por turismo, al principal destino de las exportaciones de nuestros productores, y a nuestra principal fuente de inversión extranjera. Esto no es ni exageración, ni amenaza, ni alarmismo; es realidad. Una vez que entre en vigencia el TLC entre Estados Unidos y los países de Centroamérica que lo hayan ratificado (hasta ahora Guatemala, Honduras y El Salvador), los aranceles de importación de esos países centroamericanos empezarán a bajar según lo pactado en el Tratado. Pero no en Costa Rica. Estados Unidos podría entonces concluir que sus productos reciben trato discriminatorio en nuestro país, y acudir a la Organización Mundial del Comercio, con muy altas probabilidades de ganarnos el litigio. En ese caso, nos podrían imponer sanciones comerciales, tales como aranceles de importación para los productos costarricenses, que nos haría menos competitivos.
Otra posibilidad que tiene Estados Unidos es cancelarnos los beneficios de la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (ICC). La justificación sería muy sencilla: la ICC es una concesión unilateral de los Estados Unidos hacia los países beneficiarios, mediante la cual Estados Unidos ha abierto buena parte de sus mercados a nuestros productos, sin exigir reciprocidad. El TLC es justamente acerca de darse trato recíproco entre socios comerciales. Habiendo Estados Unidos ofrecido la oportunidad del TLC, y negándose Costa Rica a engancharse, sería fácilmente justificable para los Estados Unidos el cancelar los beneficios de la ICC por falta de reciprocidad, máxime que otros países del área estarían otorgando esa reciprocidad.
Aún asumiendo que Estados Unidos decida no actuar contra Costa Rica de ninguna de las dos forma descritas arriba, el país siempre pagaría una factura alta. Esto porque los empresarios estadounidenses perderán interés en el país porque buena parte de los productos hechos aquí pagarán un impuesto mayor al ingresar a los Estados Unidos que productos similares hechos en países signatarios del TLC. La inversión en nuevas fábricas disminuirá significativamente, algunas de las existentes cerrarán, e incluso los exportadores nacionales perderán clientes en los Estados Unidos. Esto es un hecho, porque ninguna de las empresas norteamericanas que están en el negocio de importación/exportación es una agencia de caridad, y siempre buscarán el producto más barato o el lugar donde puedan producirlo más barato. Y esto será igual si Costa Rica rechaza el TLC que si simplemente no toma la decisión. Porque la indecisión genera inseguridad jurídica.
No solo los inversionistas gringos dejarán de invertir en el país. Empresarios de otros países han escogido establecer operaciones en Costa Rica por la facilidad de acceso al mercado norteamericano. Pero esos inversionistas dejarían de considerar a Costa Rica, ya que otros países del área ofrecerían mejores condiciones de acceso al mercado de los Estados Unidos. Por último, importantes proyectos de inversionistas costarricenses están congelados a la espera de una decisión sobre el TLC. No es lo mismo producir en y para un país con buenas expectativas de crecimiento y de generación de empleo (con lo cual crece el número de personas empleadas y su poder adquisitivo), que hacerlo en un país pequeño con pocas posibilidades de crecimiento al limitarse a producir para el mercado local.
En todo caso, una decisión negativa al menos tiene la virtud de eliminar la incertidumbre. Siendo esa la decisión, los inversionistas nacionales deberán de modificar sus expectativas y por ende sus planes de inversión, pero al menos podrán seguir adelante con sus proyectos, aunque menores que los que hubieran desarrollado en caso de una aprobación del TLC.
Con la ratificación del TLC en Estados Unidos, a Costa Rica le llegó la hora de las decisiones. El ordenamiento jurídico establece que es la Asamblea Legislativa quien tiene la potestad de decidir sobre los tratados comerciales, y por más que critiquemos a esa Asamblea (y mis lectores saben que soy particularmente ácido en mi crítica a ella), somos ante todo respetuosos del estado de derecho y esperamos – exigimos – que se le de la oportunidad de hacerlo.
Ya se acabó el tiempo para las posturas huecas y sin sentido. Ahora es definitivo que el TLC ya no es renegociable, y quienes creen que eso es lo que se debió de hacer, tienen ahora que decidir si prefieren el tratado como está o se oponen a él. Y deben de anunciar su decisión sin medias tintas ni evasivas. Quienes se oponen rotundamente al TLC deben de abstenerse de amenazar con medidas extremas de desestabilización, y someterse al ordenamiento jurídico tratando de que el TLC sea rechazado por los medios que la ley y la Constitución prevén para ello. Quienes apoyamos el TLC y quienes se oponen a él, debemos de prepararnos para aceptar el resultado del proceso democrático, sea cual sea, aunque no lo compartamos. De eso se trata la democracia representativa. Nuestros gobernantes no pueden seguir negándonos el derecho a que el ordenamiento jurídico existente siga su curso y desemboque en la toma de decisiones.
Mucho se ha hablado ya sobre el TLC, y a estas alturas, quien no sabe lo que significa o desconoce sus contenidos, es porque no ha querido enterarse, ya que oportunidades han sobrado. Por supuesto, existen dos grupos bien definidos (a favor y en contra), y entre los extremos, una gran masa de gente indecisa y/o indiferente. Así es en casi todo tema de trascendencia nacional, y pretender que la decisión no se tome hasta que la mayoría entienda bien el tema, es tratar de tapar el sol con un dedo y desconocer la realidad.
La decisión debe de tomarse ya, porque el país es parte de una compleja red de relaciones internacionales diplomáticas y comerciales, y los demás miembros de ese entramado no se van a sentar a esperar a que Costa Rica ponga el huevo. Mis lectores conocen sobradamente mi posición con respecto al TLC (a favor, sin tapujos), pero noten que no hablo aquí de tomar una decisión favorable, sino simplemente de tomar una decisión, para bien o para mal (y estoy claro que lo que es “bien” para mi es “mal” para otros, y viceversa). Si no tomamos la decisión pronto, nuestros socios y nuestros competidores comerciales la tomarán por nosotros. O, más certeramente, asumirán que nuestra indecisión es sinónimo de una decisión negativa, y actuarán conforme a esa suposición.
Hay que entender lo que representa cada una de las posibles decisiones: aceptar o rechazar el TLC. Durante más de 20 años la economía de Costa Rica ha sido impulsada por el sector exportador. En ese período, el sector exportador ha sido, por mucho, el más dinámico de la economía nacional, el que más ha crecido, y el que más inversión extranjera ha generado. Es, en resumen, el que mayores y mejores oportunidades de empleo ha producido para los nacionales. Dentro de este panorama, Estados Unidos se ha constituido en nuestro principal socio comercial, por la cercanía geográfica, por la inmensidad de sus mercados, por el tremendo poder adquisitivo de sus habitantes, y por la cultura consumista imperante en ese país. También es Estados Unidos nuestra principal fuente de inversión extranjera, el país que más turistas envía la nuestro, y de donde obtenemos la mayor parte de nuestras importaciones (que son las que ofrecen variedad y diversidad al consumidor a mejores precios).
Rechazar el TLC equivale a cerrar las puertas a nuestra principal fuente de divisas por turismo, al principal destino de las exportaciones de nuestros productores, y a nuestra principal fuente de inversión extranjera. Esto no es ni exageración, ni amenaza, ni alarmismo; es realidad. Una vez que entre en vigencia el TLC entre Estados Unidos y los países de Centroamérica que lo hayan ratificado (hasta ahora Guatemala, Honduras y El Salvador), los aranceles de importación de esos países centroamericanos empezarán a bajar según lo pactado en el Tratado. Pero no en Costa Rica. Estados Unidos podría entonces concluir que sus productos reciben trato discriminatorio en nuestro país, y acudir a la Organización Mundial del Comercio, con muy altas probabilidades de ganarnos el litigio. En ese caso, nos podrían imponer sanciones comerciales, tales como aranceles de importación para los productos costarricenses, que nos haría menos competitivos.
Otra posibilidad que tiene Estados Unidos es cancelarnos los beneficios de la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (ICC). La justificación sería muy sencilla: la ICC es una concesión unilateral de los Estados Unidos hacia los países beneficiarios, mediante la cual Estados Unidos ha abierto buena parte de sus mercados a nuestros productos, sin exigir reciprocidad. El TLC es justamente acerca de darse trato recíproco entre socios comerciales. Habiendo Estados Unidos ofrecido la oportunidad del TLC, y negándose Costa Rica a engancharse, sería fácilmente justificable para los Estados Unidos el cancelar los beneficios de la ICC por falta de reciprocidad, máxime que otros países del área estarían otorgando esa reciprocidad.
Aún asumiendo que Estados Unidos decida no actuar contra Costa Rica de ninguna de las dos forma descritas arriba, el país siempre pagaría una factura alta. Esto porque los empresarios estadounidenses perderán interés en el país porque buena parte de los productos hechos aquí pagarán un impuesto mayor al ingresar a los Estados Unidos que productos similares hechos en países signatarios del TLC. La inversión en nuevas fábricas disminuirá significativamente, algunas de las existentes cerrarán, e incluso los exportadores nacionales perderán clientes en los Estados Unidos. Esto es un hecho, porque ninguna de las empresas norteamericanas que están en el negocio de importación/exportación es una agencia de caridad, y siempre buscarán el producto más barato o el lugar donde puedan producirlo más barato. Y esto será igual si Costa Rica rechaza el TLC que si simplemente no toma la decisión. Porque la indecisión genera inseguridad jurídica.
No solo los inversionistas gringos dejarán de invertir en el país. Empresarios de otros países han escogido establecer operaciones en Costa Rica por la facilidad de acceso al mercado norteamericano. Pero esos inversionistas dejarían de considerar a Costa Rica, ya que otros países del área ofrecerían mejores condiciones de acceso al mercado de los Estados Unidos. Por último, importantes proyectos de inversionistas costarricenses están congelados a la espera de una decisión sobre el TLC. No es lo mismo producir en y para un país con buenas expectativas de crecimiento y de generación de empleo (con lo cual crece el número de personas empleadas y su poder adquisitivo), que hacerlo en un país pequeño con pocas posibilidades de crecimiento al limitarse a producir para el mercado local.
En todo caso, una decisión negativa al menos tiene la virtud de eliminar la incertidumbre. Siendo esa la decisión, los inversionistas nacionales deberán de modificar sus expectativas y por ende sus planes de inversión, pero al menos podrán seguir adelante con sus proyectos, aunque menores que los que hubieran desarrollado en caso de una aprobación del TLC.
Con la ratificación del TLC en Estados Unidos, a Costa Rica le llegó la hora de las decisiones. El ordenamiento jurídico establece que es la Asamblea Legislativa quien tiene la potestad de decidir sobre los tratados comerciales, y por más que critiquemos a esa Asamblea (y mis lectores saben que soy particularmente ácido en mi crítica a ella), somos ante todo respetuosos del estado de derecho y esperamos – exigimos – que se le de la oportunidad de hacerlo.
Ya se acabó el tiempo para las posturas huecas y sin sentido. Ahora es definitivo que el TLC ya no es renegociable, y quienes creen que eso es lo que se debió de hacer, tienen ahora que decidir si prefieren el tratado como está o se oponen a él. Y deben de anunciar su decisión sin medias tintas ni evasivas. Quienes se oponen rotundamente al TLC deben de abstenerse de amenazar con medidas extremas de desestabilización, y someterse al ordenamiento jurídico tratando de que el TLC sea rechazado por los medios que la ley y la Constitución prevén para ello. Quienes apoyamos el TLC y quienes se oponen a él, debemos de prepararnos para aceptar el resultado del proceso democrático, sea cual sea, aunque no lo compartamos. De eso se trata la democracia representativa. Nuestros gobernantes no pueden seguir negándonos el derecho a que el ordenamiento jurídico existente siga su curso y desemboque en la toma de decisiones.